Mi propuesta se interroga sobre una consigna que refleja una de las problemáticas protagónicas de estos tiempos. De qué hablamos cuando hablamos de libertad en materia de salud pública, en general, y de la gestión de la pandemia que hoy nos azota, en concreto. Entre la multiplicidad de enfoques que amerita el debate les invito a concentrarnos en el concepto mismo de libertad(es) en un Estado de Derecho ante la eventualidad de libertades en pugna.
Aquí y ahora no corresponde sin más hablar de la libertad (en singular), sino que toman cuerpo, quizás con mayor crudeza que en otras ocasiones, diversos reclamos fundados, a la vez, en diversas libertades, cuya resolución de manera legítima impone su abordaje desde una imprescindible jerarquización de esas prerrogativas. Cuál es la libertad que debe ser priorizada sobre otra, sería la pregunta básica a hacernos y, desde esta perspectiva, de qué recursos legales dispone un Estado de Derecho para asegurar que esa prioridad axiológica adquiera corporeidad jurídica. En efecto, consideramos inviable avanzar hacia una respuesta más o menos razonable si se desconoce esa jerarquía -leída como prioridad- en cuanto al bien jurídicamente protegido. La vida, la salud, el desplazamiento, el trabajo, el ocio, la economía, el mercado, la educación, constituyen en estos tiempos, valores en disputa que demandan, entre otras, una resolución por el derecho, siendo denominados, desde ahí, bienes jurídicos.
Así, y parafraseando a Aristóteles, afirmamos que “la libertad se dice de muchas maneras”, anticipando nuestra postura de que todas ellas están supeditadas a un primer derecho reconocido por los Estados modernos: la protección a la vida. Considerando ésta, ni más ni menos, como condición de posibilidad de las otras libertades previstas en los cuerpos normativos constitucionales. De donde, retomando las pretendidas libertades en disputa, nos preguntamos, qué sentido tiene, prescindiendo de la vida, la protección del derecho a la salud, al desplazamiento, al trabajo, al ocio, a la economía, al mercado, a la educación.

Ahora bien, situando nuestro análisis en el tema de la COVID-19, cabe recordar que desde su emergencia se han sucedido en diversos países las más variadas respuestas ante las acciones de gobierno, que, dadas las circunstancias, requirieron de improvisación en todos los casos. En la Argentina, uno de los principales cuestionamientos de estas medidas estuvo fundado en las restricciones a las libertades individuales motivadas en la inédita situación sanitaria e impuestas por un Poder Ejecutivo que, recién asumido, se encontrara con tal “maleficio”. Cuestión que nos impone apelar, también, al concepto mismo del Estado moderno y sus potestades; entre ellas, el cuidado que debe asumir de sus habitantes.
Contra qué se lucha y cuál/es debe ser el amparo dado por el Derecho
A tantos meses de iniciada la pandemia, deberíamos tener ya bien claro que el objetivo de la lucha es (y debe ser) la salud pública amenazada por la COVID-19; y no la cuarentena. Podríamos decir, pues, que ante una medida inevitable se plantearon inevitables cuestionamientos a su gestión jurídico-política.
Obvio, entramos en zonas opinables y grises. Admitiendo, empero, las diversas opciones de administración de la cuarentena, nuestra reflexión procura echar luz sobre su legitimidad en el marco de un Estado de Derecho. Al respecto, ya a pocos días de prescripto el aislamiento, la Argentina contaba con jurisprudencia firme que avalaba las medidas adoptadas por el Gobierno para evitar la propagación del mal. En este contexto, se rechazaron en varias jurisdicciones planteos formulados, tanto por ciudadanos argentinos como por extranjeros “varados” en el país, contra la medida de aislamiento social, preventivo y obligatorio. La respuesta judicial fue contundente, considerándose la cuarentena como una herramienta válida que tiene el Estado ante la ausencia de recursos médicos que impidan la propagación de la enfermedad. Así las cosas, a la vez que el virus en la Argentina venía siendo muy bien controlado merced, en gran parte, a esta medida, comenzaron a adquirir visibilidad los reclamos de algunos grupos de ciudadanos que enfatizaron la necesidad de recuperar una libertad perdida.
De esta manera, la cuestión que se plantea hoy día ante la inédita pandemia que padece el mundo, recupera los debates respecto a los derechos y las garantías en un Estado liberal. Nos lleva, además, a concentrarnos en los límites del poder democrático para entrometerse legítimamente en la vida y la salud de los habitantes. Estas medidas, denominadas poder de policía, son una facultad del órgano legislativo para restringir o limitar derechos individuales contemplados en la Carta Magna u otros instrumentos internacionales con idéntico rango, en determinadas materias y con determinados objetivos, con el fin de promover el bienestar general, toda vez que ese bienestar general torna necesaria tal limitación.[1] De esta definición surge indudable que las restricciones motivadas por la COVID-19 deberían haber emanado del Poder Legislativo, en concreto, del Congreso de la Nación. Sin embargo, y ante la inminencia del brote pandémico, fue el Poder Ejecutivo quien dictó un decreto de necesidad y urgencia (DNU); motivo este de uno de los cuestionamientos a la regulación de la cuarentena. Pese, claro está, a que los DNU ya habían sido convalidados por nuestro Máximo Tribunal, y gozan hoy día de jerarquía constitucional.
Además, en nuestro plexo normativo, otro punto de tensión es el constituido por el denominado principio de reserva, que delimita las intromisiones públicas en la vida privada. ¿Es aplicable este principio ante una pandemia? ¿Hasta dónde pueden y deben llegar las restricciones a la intervención pública en materia sanitaria? En definitiva, la cuestión a resolver consiste en develar si intervenir en la gestión de la vida privada para salvaguardar un indudable interés público -como es el caso- viola el referido postulado; aun cuando no quedan dudas respecto a que aquellas potestades incluyen un concepto amplio, involucrado con el bienestar general de la población.
Ahora bien, comprendiendo al derecho como un producto social, cuya capacidad predictiva del riesgo actual o potencial que padeciera el bien jurídico regulado, es casi nula, se advierte de inmediato la antelación en el tiempo del hecho a la norma, así como la preeminencia jerárquica de determinados derechos por sobre otros. Para el caso, pensar esa protección involucra buscar respuestas a las preguntas: ¿Quién enferma? ¿Por qué enferma? ¿Cuál es la “clave” para no enfermar? ¿Y para no morir? En definitiva, quiénes son las víctimas principales de la COVID-19 en nuestro país y cuál es el amparo jurídico que tienen/tenemos para que el Estado tutele nuestra salud. Y, si bien es cierto que “la pandemia desnudó desigualdades”, esa desnudez lo fue por etapas. Como si se hubieran ido sacando las capas de una cebolla.
En este sentido, deteniéndonos en la recepción social del virus desde su ingreso a la Argentina, y ante la evidencia que llevó, de manera casi inmediata, a descartar una primera idea de “aquí no va a llegar”, se procuró identificar a los responsables directos, es decir, a las mismas víctimas del virus en cuanto portadores del germen contagioso. En primer término, fueron quienes venían de viaje de lugares para la mayoría de nosotros exóticos, como, por ejemplo, China o Tailandia; al poco tiempo, quienes llegaban de sitios más familiares, como España, Italia u otros países de Europa occidental. Más adelante, la responsabilidad del contagio recayó en quienes retornaban desde los Estados Unidos o Brasil. Hasta aquí, un cierto sesgo de clase permitía esbozar una especie de identificación de las potenciales víctimas: quienes habían viajado o sus “contactos estrechos”. En esta identificación se puede advertir una analogía -seguramente no deseada- con el conocido discurso dictatorial, sustituyendo el “algo habrán hecho” por el “dónde habrán ido”. De ahí que, en el imaginario popular, el “otro (viajero)” infectado cumplía una pena, una especie de expurgación: mientras unos luchaban por comer, otros habían viajado al exterior, y muchos de ellos, por placer, como ya mostró Silvia Loyola en otra nota de este blog. Sin embargo, en un tiempo que se ha acelerado hasta el vértigo, el virus comenzó a circular por estas tierras como si fueran suyas, ensañándose con diversos grupos sociales y etarios. Los “viejos” (¿más de 60, 65, 70 años?, no hubo gran acuerdo sobre la edad de inicio de la vejez) estarían también en la mira de la pandemia, pese a no haber viajado ni demostrarse su contacto cercano con viajeros; no obstante, la muerte por coronavirus les venía a buscar. Ellos eran, ahora, los “otros (ancianos)”.
Y pronto se advertió una especie de “masificación” del flagelo.
Entró -tal como se preveía- en los lugares más humildes, donde el aislamiento de los casos sospechosos era, no ya individual, sino absurdamente comunitario. Las formas de vida y de trabajo en las cuales es común encontrar casas habitadas por ocho o más personas, conviviendo en ellas niños, jóvenes y ancianos, compartiendo baño, cocina y demás dependencias, pasaron a ocupar un lugar prioritario en una agenda sanitaria monopolizada por el pavor. Aun cuando, en paralelo, los desposeídos (quienes, en algunas barriadas, hasta carecían de agua) siguieron siendo mirados con sospecha. Y, mientras los viajeros fueron confinados en hoteles de lujo, a estos se les aislaba en su ámbito habitual. Se multiplicaban los contagios y el temor.
De ahí en adelante los “otros” serían también los pobres, los villeros, los desheredados. Y, a la vez, se profundizaba la visibilidad de las desigualdades, en un contexto en el cual llegó a plantearse la legitimidad del “dilema de la última cama”. Aquí, al igual que en otros países, habría propuestas de gestión de la pandemia tales como la no provisión a ciertos grupos etarios de insumos indispensables para su sanación, ubicando a los médicos -en tanto que gestores de la salud pública- como predictores de quiénes tendrían éxito en la lucha por la vida.
Políticas (necropolíticas, tanatopolíticas, en definitiva, biopolíticas) que, dirigidas en general a los sectores más vulnerables -como ancianos, pobres y enfermos-, dieron audibilidad a discursos organizados para gestionar la otredad. Dejar vivir o dejar morir reactualiza, en estos días, la atrocidad subyacente a toda gradación humana, desde donde se establecen cuáles son las vidas que “merecen ser vividas” y son dignas de cuidado.
Ante este estado de cosas, recupera actualidad la identificación, casi compulsiva, del “otro”; aun cuando en esta pandemia se advierte, quizás más que en anteriores ocasiones, su inasibilidad. En efecto, se trata de un “otro” definido a partir de un viraje incremental en el cual esta plaga parece no saciarse. Las víctimas son los viajeros más los ancianos más los pobres más sus contactos cercanos más los desafortunados a quienes alcanza el virus que circula entre nosotros como si fuera su casa. Es decir, las víctimas -al menos en potencia- somos todos. Y son ellos, es decir, somos todos, a quienes el Estado de Derecho debe proteger, amparando esa prioridad de jerarquías, puestas de nuevo a debate.
Reflexiones finales
A poco de llegada la pandemia a la Argentina, desde el Poder Ejecutivo Nacional se publica el libro digital colectivo El futuro después del COVID-19 (Grimson, 2020), contando entre los valiosos aportes. El capítulo de María Moreno, titulado “Mientras tanto”, se ocupa de la postura de dos filósofos contemporáneos, con quienes nos toca compartir el espacio del virus: Franco (Bifo) Berardi y Paul Preciado. Ellos, como otros pensadores, se detuvieron desde temprano a reflexionar sobre ese mal. El primero, en “Crónica de la psicodeflación” (Berardi, 2020), aporta su mirada a partir de la evidente turbación generada en situaciones cotidianas; y el segundo, a través de “Aprendiendo del virus”, advierte que, merced a la COVID-19, se ha fabricado un sujeto, perteneciente al technopatriarcado neoliberal, que no tiene piel ni manos (Preciado, 2020-a: 178). Ante lo inesperado y catastrófico de la situación, se advierte cierta inevitable melancolía en las reflexiones intimistas de Preciado sobre una “imposible dedicatoria”, haciendo referencia al deseo más profundo de sus ancianos padres -aun incumplido- de que les dedicara un libro suyo (Preciado, 2020-b).ese a todo, ambos pensadores expresan un cierto optimismo ante la pandemia, desde donde proyectan una sociedad futura en la cual la vanguardia serán los más vulnerables (Moreno, 2020: 177).
Podríamos convenir, empero, que para la concreción de esa ilusión resulta indispensable disolver los límites de la otredad; tal como, pedagógicamente, quedara expresado en un museo regional dedicado a la arqueología, que visité hace poco.[2] En su interior, una especie de cuadro rezaba una consigna que llamaba a acercarse: “¿qué ves cuando me ves?” Al arrimarme, lo que había era un espejo que devolvía mi propia imagen. Esa es, quizás, una de las mejores descripciones del “otro”. El otro soy yo; somos nosotros; somos todos.
Retomando a Bifo y Paul, podríamos desear que, más allá del mientras tanto (es decir, en el futuro después de la COVID), exista un reordenamiento de las sociedades diluyente del concepto de otredad. Parece claro, a estas alturas, que los reclamos por las libertades conculcadas ante las decisiones políticas vinculadas a la gestión de la COVID-19, ameritan una hermenéutica excedentaria de lo jurídico, requiriendo ahondar en el hecho social que origina los debates.
Y ahí nos encontramos, descarnadamente, con el flagelo de la desigualdad y su impostergable necesidad de resolución; para la cual, la Argentina, como cualquier Estado de Derecho, está munida de herramientas fundamentales.
Marisa Miranda es Investigadora del CONICET / ICJ-UNLP. Un avance de este texto fue leído en el Coloquio “Habitar el miedo”, organizado por el Área de Estudios Culturales de la Ciencia del ICJ-UNLP, y celebrado los días 19 y 20 de octubre de 2020. https://www.facebook.com/100669935077801/videos/1008546062955852
[1] La esencia de este “poder” o “potestad” se desprende de los artículos, 14, 18, 19, 28 y 75 inc. 30 (Constitución Nacional Argentina, 1994).
[2] Me refiero al Museo Arqueológico Municipal de Alta Gracia, Córdoba (Argentina).
Bibliografía
Berardi, Franco “Bifo” (2020), “Crónica de la psicodeflación”, en Agamben Giorgio; Zizek, Slavoj; Nancy, Jean Luc; Berardi, Franco “Bifo” et al, Sopa de Wuhan, Buenos Aires: ASPO, pp. 35-54.
Constitución de la Nación Argentina (1994).
Grimson, Alejandro (director) (2020), El futuro después del COVID-19, Buenos Aires: Argentina Futura.
Moreno, María (2020), “Mientras tanto”, en Grimson, Alejandro (director), El futuro después del COVID-19, Buenos Aires: Argentina Futura, pp. 177-181.
Preciado, Paul B. (2020-a), “Aprendiendo del virus”, en Agamben Giorgio; Zizek, Slavoj; Nancy, Jean Luc; Berardi, Franco “Bifo” et al, Sopa de Wuhan. Buenos Aires: ASPO, pp. 163-185.
Preciado, Paul B. (2020-b), “La imposible dedicatoria”, en Revista de la Universidad de México -Dossier Diario de la Pandemia-, abril, [último acceso 16-5-20].